jueves, 6 de diciembre de 2018

Explicación no pedida culpa manifiesta


Explicación no pedida culpa manifiesta




Por: Sebastián Pérez Morales
Coordinador académico 
Fórum Gastronómico de Medellin
Docente










Muchos de los estudiosos que se ligan a la cocina hacen mal las cuentas en sus perfiles profesionales a la hora de decir cuánto tiempo llevan produciendo saberes con relación a la alimentación. Al parecer, antes de su relación académica con la comida: la forma correcta de emplatar o hacer una salsa bechamel, de saber sobre un “sistema culinario”; no había una cercanía con la alimentación establecida en el saber cotidiano, en el comer diario, en la subsistencia que no se liga a saber cómo se hace, sino cómo se siente en el paladar y que tanto gratifica el estómago eso que a diario viene a reconfortar las energías del cuerpo.

Tal vez sea por ello que muchos estudiantes de cocina y cocineros, aún no dimensionan la magnitud y profundidad de su oficio, de su arte. Dado que separan el proceso de cocinar del contexto natural al cual pertenece la alimentación, de la cotidianidad, del ser ahí o el devenir que implica la existencia. Convirtiéndose en un error, tal vez a los ojos de los “no tan sabios” en el oficio, evidente; la separación atroz de las dimensiones sociales de la cocina y el laboratorio culinario desde el cual se recrean recetas tradicionales, que según sus autores se ligan a un patrimonio material e inmaterial de determinado territorio.


Si bien, después de la segunda mitad del siglo XIX se consolida un proceso que desliga a los cocineros y el servicio restaurantero, las brigadas, del contexto sociocultural que se relaciona con la cocina, no por ello en espacios alejados por tiempo, distancia y economía, la comida sucumbe a ser meramente vista como proceso de satisfacción mediado por la capacidad económica.

Y es a partir de esas cocinas regionales, ocultas en tantos años y tanta pobreza, en esos platos que se buscan arrebatar al olvido, que en nuestros tiempos se basan las posibilidades de reconocimiento para un tipo de cultura, de territorio y paisaje… junto a ello, un reconocimiento al cocinero que los ha salvado de su perdida y que lastimosamente en muchos momentos termina salvándolos para un restaurante y no para que siga siendo habitual su consumo en el territorio al cual pertenece. 

Así, en el afán de figurar, cocineros y cercanos a la alimentación buscan de modo desenfrenado ligar sus preparaciones con productos del pasado, o escondidos en las tradiciones de los pueblos. Siendo la palabra portador tradicional o patrimonial, un ingrediente más del plato, un ingrediente muchas veces mal puesto.



Que importante es rescatar, pero que tan valiosa es la pregunta por el rescate… cómo, cuánto y qué se rescata. Cómo se hará el rescate; Cuánto realmente se puede rescatar y, qué se rescata, todas las preguntas pensadas desde el fin que tiene los chefs al hacerlo. Y al tiempo desde si es realmente un rescate o una apropiación. Aún para mí es un regalo comer de manos de quién se dice cocinero, es un regalo comer lo que mi madre hace, sea asadura, mondongo, o caldo de cualquier hueso. A ella que la han determinado sin oficio (ama de casa), no ha tenido que preguntarse por emplatados, ha constituido el plato precario o suntuoso a partir del amor que gusta más que cualquier cosa.

Uno esperaría eso de los cocineros, que cocinen con amor, así uno sea un desconocido, es el amor lo que constituye las relaciones humanas, el medio económico, tan necesario, tan obligado jamás podrá transmitir el sentir de mujeres y hombres que le dan a su hijo la mejor presa… todo vale, ¿Pero el patrimonio de todos tiene precio?





NOTA: 
Imágenes tomadas de los procesos realizados desde el Fórum Gastronómico de Medellín y su taller literario y culinario Comiendo Cuento, que con gusto compartimos.  

 © Son de la alcaldía de Medellín compartidos con la comunidad, personas con las cuales se realiza el proyecto y los integrantes del Fórum Gastronómico de Medellín. 

ISBN 978-958-46-7705-1 que recoge el proyecto a través del libro titulado La olla de los recuerdos de autoría colectiva incluyendo las mujeres que dieron su testimonio y los escribanos. Además de los jóvenes que escribieron crónicas, historias de vida y de alimentación de mujeres del barrio Santo Domingo, Comuna 1, Popular de Medellín. 

  




lunes, 12 de febrero de 2018

Entre los sabores y el olvido









Por: 
Sebastián Pérez Morales
Filósofo Universidad de Antioquia
Investigador Fórum Gastronómico de Medellín


El plátano en Quibdó se ve por calles, carreras y callejones. Hay colores y pregones por gran parte de ésta extraña urbe empotrada en la selva, que comienza en el malecón del río Atrato y su maravilloso paisaje, va internándose rumbo a la espesura, al oriente, a selvas majestuosas que aún saben dominar y mantenerse en pugna con lo que el hombre intenta construir, oponer y quitarle al calor y la humedad. Quibdó es una ciudad con murallas vivas y amenazantes como la desigualdad y el abandono del Estado que permite el miedo y la falta de un progreso real.


A unos pasos de la Basílica de San Francisco de Asís una edificación majestuosa que sirve a la arquidiócesis y se conoce cómo el Convento se presenta el mercado tradicional, comunicado directamente con el río. Olores penetrantes entretienen a quien camina expectante, en busca de misterios y cosas que contar. Hay pescado, en todos sus modos posibles, fresco, seco, ahumado, salado, listo para comer y también en el proceso minucioso, decidido y habitual de sacarle las tripas, quitarle las escamas y finamente, como si de oro se tratara, tejer en él  unas líneas simétricas separadas apenas unas de las otras, dejándolo listo para meter al fogón. “Bocachico fresco” se escucha cantar a hombres y mujeres en la calle.

Hay tradiciones y signos que las ciudades guardan y que guardan a las ciudades, en Quibdó la comida podría presentarse como uno de esos palimpsestos que mantienen a la ciudad antigua en la nueva. Sí, hay un crecimiento desmesurado y desordenado como en toda ciudad de país tercermundista, pero sigue siendo el centro, un lugar de abastecimiento, de encuentro, en el que se puede encontrar varios contrastes entre lo antiguo y lo nuevo, por ejemplo, el achote que venden en los supermercados, se puede comparar con un achote tradicional que se distingue en medio de verdes y frutos maduros en las vías principales, vendido por cucharadas; el pescado recién sacado del río o puesto a secar para su preservación, frente a la venta de pescados empacados al vacío en las neveras del mercado de grandes superficies.

Frutas y achiote
Foto: Sebastián Pérez Morales 


Por otra parte se encuentra el tema restaurantero, encontrando variedad al tener aún restaurantes basados netamente en platos tradicionales como “La Paila de la Abuela” que sirve sancocho de carne caleña, bravo en salsa de coco (una recomendación deliciosa), o arroz con butifarra entre otras delicias tradicionales y justo frente a él,  Café Motete, que acierta al ofrecer una comida abierta a la innovación pero conservando en cada platillo un referente tradicional y en cada plato un aporte y sentido comunitario, dado que la comida allí es un medio para mantener programas sociales de lecto-escritura y cultura que activan este sector tan importante en los territorios.

Torta de banano con salsa de borojó o tamarindo."Torta Motete"
Foto: Sebastián Pérez Morales

También aparecen las comidas rápidas que se van tomando el mundo y entonces esta la pizzería, las hamburguesas, los perros… y lo más bello, pescado frito para llevar o ir comiendo. Es muy interesante que en una ciudad, pequeña, se encuentren tantos restaurantes, casi en todo el sector céntrico de Quibdó hay mujeres dedicadas al oficio restaurativo que según los conocedores: entre más lejos del centro, más sabor van cogiendo los platos, y ello tal vez, porque se van haciendo más populares.  


Los caldos múltiples preparados con pescado de mar y de río, acompañados de arroz con coco y patacón o el pescado frito con el tostado particular del pacífico; las salsas en que naufragan los trozos de pescado, que llevan al extremo el paladar; el queso frito, que a todo puede servir como compañía, un arroz clavado… existen tantos sabores y colores, tantos modos de preparar los alimentos, que un buen comensal necesitaría varios días para disfrutar la cocina chocoana en su máxima expresión.

El pastel chocoano es deleite mayor para los sentidos, envuelto en hoja de biao y sencillo, más no por sencillo simple, cuando se come, en la boca se saborea toda una historia, una pasión, un signo. El achote deja rojo el arroz; los trozos de carne de cerdo o de pollo se disuelven en el paladar, van pintando mientras se va comiendo. La grasa y su suntuosidad se sienten en cada bocado, hay en él un sabor que despierta pasiones. Es además una preparación que se remonta por sus características de conservación a un alimento de viajeros. La conservación de los alimentos tiene una importante carrera en el Chocó, y es un tema de valor en la investigación culinaria que aún está esperando por investigadores que den cuenta de las practicas tradicionales de conservación de los tiempos coloniales, tan perdidas en la Civilización obligada de las ciudades del interior del país. 


Bravo en salsa de Coco y sancocho de carne Caleña
Foto: Sebastián Pérez Morale

La sencillez y la pasión son sazonadores exquisitos de la vida en el Chocó, pero también hay secretos culinarios que son de importancia en esta tierra, la abuela que vende pasteles en la terminal de los buses que viajan a Medellín, en el barrio Caraño, comenta sobre la importancia que tiene el limón y el agua caliente para quitarle el marisco a la carne de cerdo y de pollo. “En Antioquia echan la carne así con una babita que tiene, nosotros le quitamos la baba para cocinarla” esa babita es la que llaman marisco, y si la carné la tiene, hay que imaginar el pescado, es por eso que el pescado en el Chocó pasa primero por un baño de limón, poleo, cilantro cimarrón entre otras yerbas... limón, mucho limón.



De ese marisco también se escucha hablar cuando se come arroz con toyo, cocina tradicional del Pacífico, cocina de la necesidad, dado que el toyo, tiburón pequeño, es menos costos que el pescado, y su uso se da en las familias con menos recursos. Después de lavar bien el animal, éste se pone a ahumar lo más rápido posible con el fin de conservar su carne sin que se dañe. Desmechado, el toyo, cocido con unos aliños maravillosos, arroz y plátano sancochado, quita el hambre y alimenta. Porque es eso, la riqueza que van perdiendo las comunidades, es dejar de comer lo que la tierra les brinda.
   
Se ven y se escuchan en Quibdó señoras con una dignidad obligada que mantienen su cabeza rígida mientras caminan lentas, con seguridad. En su cuello, un musculo tenso informa del peso que cargan en bateas o bongos llenos de pescado o guayaba agria, llenos de esperanza de conseguir vender lo que tanto pesa. En la ciudad la cocina tradicional no muere, es como una resistencia silenciosa que a pesar de lo nuevo, permite tanto al forastero como al de casa disfrutar de los sabores contundentes que tiene la cocina de esta tierra. En la que el comer se evidencia como un signo de importancia, tal vez porque muchos carecen de una alimentación digna.


Vendedora de guayaba agria
Foto: Sebastián Pérez Morales

La importancia de las cocinas tradicionales y su preservación se encuentra en la posibilidad  de comprender la historia de las comunidades de un modo diferente, una visión ligada a la subsistencia y la forma en que al habitante de cada territorio le toca adaptarse al lugar que vive, al paisaje y las privaciones a las que puede verse sometido. En el Caso del Chocó, una de las regiones con mayor biodiversidad del mundo, se debe pensar en la variedad de alimentos, pero al mismo tiempo en la escases que ahora se encuentra de los mismos, porque es lamentable que usos, costumbres y quehaceres que podrían permanecer como signo identitario de valor social y al mismo tiempo económico, puesto que brindaría la posibilidad mantener las formas tradicionales de subsistencia en cada uno de los territorios, se vean hoy en dificultades dada la influencia nefasta de culturas foráneas, de la violencia asociada al narcotráfico, de una explotación que ha continuado a pesar de las luchas comunitarias de todos los pueblos que habitan el Chocó… el Pacífico.



El tema de la cocina tradicional, no es un negocio agregado al turismo como muchos piensan cuando se toman las fotos y guardan en su chequera millones que beneficiarían tanto a las comunidades que son las que permiten conservar tradiciones y secretos ancestrales. El tema de la tradición alimentaria cala profundamente en el orden de desarrollo social, cultural y político de las poblaciones. Por ejemplo el Bocachico, del que no se habla porque corre peligro de perderse, un pez que tradicionalmente se asocia al consumo de los lugareños, ha venido desapareciendo por los problemas ambientales que genera la minería, vertedor de desecho dañinos para los ecosistemas acuíferos.      

La ciudad fundada en la margen del río Atrato, es hasta ahora esa gran desconocida para Colombia, esa que genera intrigas y deseos de poseer. La riqueza aquí no es un mito, pero si una mentira bien contada, como deben de serlo las que necesariamente deben hacerse creer. Una ciudad que inició como uno de los centros industriales del país, que vivió con tantos extranjeros cómo la Medellín y Antioquia de finales del XIX, un territorio que comienza a ser reclamado por sus habitantes descendientes de aquellos que se escaparon de los españoles y que se fueron para el los bosques del Pacífico porque los blancos no eran capaz con ese clima.

Catedral de San Francisco de Asís y malecón de Quibdó, río Atrato.
Foto: Sebastián Pérez Morales 

Finalmente, a pesar de ser uno de los territorios más visibilizados en temas culinarios, no se han agotado todos los sabores de la tierra y las historias que ellos cuentan. Aún a Colombia le falta conocer y aprender qué es el Chocó, el Pacífico, y cuál es su riqueza verdadera. 
Publicaba Efe Gómez para 1908 Un Zarathustra Maicero en la revista Alfa, hablando del sabor de estas tierras:

La cena estaba a punto. Y nos fuimos acomodando en bancos bajos, alrededor del fogón, en el cual Nieves, la guapa remadora, oficiaba soberana. Y debía de ser un prodigio culinario, según la fragancia que exhalaba todo aquello. Cierto que la cosa se prestaba, pues la pesca de esa tarde había sido espléndida. Pesca para todos los gusto: pemaes verdes y oro, obscuros nayos, gúngubas cobrizas… todos los peces desprovistos de espinas que en las aguas de la región se crían destinados a nosotros, gentes de las montañas, “Camina por tierra”, mindalaes, como se llaman con desprecio; y sábalos y doradas y picudas para ellos, para gentes de la tierra, cuya delicia consiste en comer paños de agujas, que no otra cosa es la carne de esos peces, según se tejen en ella las espinas.  (Gómez, 1973)   

Bibliografía

Gómez, E. (1973). El paisano Álvarez Gaviria. En E. Gómez, Retorno (pág. 80). Medellín: Bedout S.A.