Por:
Sebastián Pérez Morales
Filósofo Universidad de Antioquia
Investigador Fórum Gastronómico de Medellín
El plátano en Quibdó se ve por
calles, carreras y callejones. Hay colores y pregones por gran parte de ésta extraña
urbe empotrada en la selva, que comienza en el malecón del río Atrato y su
maravilloso paisaje, va internándose rumbo a la espesura, al oriente, a selvas
majestuosas que aún saben dominar y mantenerse en pugna con lo que el hombre
intenta construir, oponer y quitarle al calor y la humedad. Quibdó es una
ciudad con murallas vivas y amenazantes como la desigualdad y el abandono del
Estado que permite el miedo y la falta de un progreso real.
A unos pasos de la Basílica de San
Francisco de Asís una edificación majestuosa que sirve a la arquidiócesis y
se conoce cómo el Convento se presenta el mercado tradicional, comunicado
directamente con el río. Olores penetrantes entretienen a quien camina
expectante, en busca de misterios y cosas que contar. Hay pescado, en todos sus
modos posibles, fresco, seco, ahumado, salado, listo para comer y también en el
proceso minucioso, decidido y habitual de sacarle las tripas, quitarle las
escamas y finamente, como si de oro se tratara, tejer en él unas líneas simétricas separadas apenas unas
de las otras, dejándolo listo para meter al fogón. “Bocachico fresco” se
escucha cantar a hombres y mujeres en la calle.
Hay tradiciones y signos que las
ciudades guardan y que guardan a las ciudades, en Quibdó la comida podría
presentarse como uno de esos palimpsestos que mantienen a la ciudad antigua en la
nueva. Sí, hay un crecimiento desmesurado y desordenado como en toda ciudad de país tercermundista, pero
sigue siendo el centro, un lugar de abastecimiento, de encuentro, en el que se
puede encontrar varios contrastes entre lo antiguo y lo nuevo, por ejemplo, el
achote que venden en los supermercados, se puede comparar con un achote tradicional
que se distingue en medio de verdes y frutos maduros en las vías principales, vendido por cucharadas;
el pescado recién sacado del río o puesto a secar para su preservación, frente
a la venta de pescados empacados al vacío en las neveras del mercado de
grandes superficies.
|
Frutas y achiote
Foto: Sebastián Pérez Morales |
Por otra parte se encuentra el tema
restaurantero, encontrando variedad al tener aún restaurantes basados netamente
en platos tradicionales como “La Paila de la Abuela” que sirve sancocho de
carne caleña, bravo en salsa de coco (una recomendación deliciosa), o arroz con
butifarra entre otras delicias tradicionales y justo frente a él, Café Motete, que acierta al ofrecer una
comida abierta a la innovación pero conservando en cada platillo un referente
tradicional y en cada plato un aporte y sentido comunitario, dado que la comida
allí es un medio para mantener programas sociales de lecto-escritura y cultura
que activan este sector tan importante en los territorios.
|
Torta de banano con salsa de borojó o tamarindo."Torta Motete"
Foto: Sebastián Pérez Morales |
También aparecen las comidas rápidas
que se van tomando el mundo y entonces esta la pizzería, las hamburguesas, los
perros… y lo más bello, pescado frito para llevar o ir comiendo. Es muy
interesante que en una ciudad, pequeña, se encuentren tantos restaurantes, casi
en todo el sector céntrico de Quibdó hay mujeres dedicadas al oficio restaurativo
que según los conocedores: entre más lejos del centro, más sabor van cogiendo
los platos, y ello tal vez, porque se van haciendo más populares.
Los caldos múltiples preparados con
pescado de mar y de río, acompañados de arroz con coco y patacón o el pescado
frito con el tostado particular del pacífico; las salsas en que naufragan los trozos
de pescado, que llevan al extremo el paladar; el queso frito, que a todo puede
servir como compañía, un arroz clavado… existen tantos sabores y colores,
tantos modos de preparar los alimentos, que un buen comensal necesitaría varios
días para disfrutar la cocina chocoana en su máxima expresión.
El pastel chocoano es deleite mayor
para los sentidos, envuelto en hoja de biao y sencillo, más no por sencillo
simple, cuando se come, en la boca se saborea toda una historia, una pasión, un
signo. El achote deja rojo el arroz; los trozos de carne de cerdo o de pollo se
disuelven en el paladar, van pintando mientras se va comiendo. La grasa y su
suntuosidad se sienten en cada bocado, hay en él un sabor que despierta
pasiones. Es además una preparación que se remonta por sus características de
conservación a un alimento de viajeros. La conservación de los alimentos tiene
una importante carrera en el Chocó, y es un tema de valor en la investigación
culinaria que aún está esperando por investigadores que den cuenta de las
practicas tradicionales de conservación de los tiempos coloniales, tan perdidas
en la Civilización obligada de las ciudades del interior del país.
|
Bravo en salsa de Coco y sancocho de carne Caleña
Foto: Sebastián Pérez Morale |
La sencillez y la pasión son sazonadores
exquisitos de la vida en el Chocó, pero también hay secretos culinarios que son
de importancia en esta tierra, la abuela que vende pasteles en la terminal de los
buses que viajan a Medellín, en el barrio Caraño, comenta sobre la importancia
que tiene el limón y el agua caliente para quitarle el marisco a la carne de
cerdo y de pollo. “En Antioquia echan la carne así con una babita que tiene,
nosotros le quitamos la baba para cocinarla” esa babita es la que llaman
marisco, y si la carné la tiene, hay que imaginar el pescado, es por eso que el pescado
en el Chocó pasa primero por un baño de limón, poleo, cilantro cimarrón entre
otras yerbas... limón, mucho limón.
De ese marisco también se escucha
hablar cuando se come arroz con toyo,
cocina tradicional del Pacífico, cocina de la necesidad, dado que el toyo,
tiburón pequeño, es menos costos que el pescado, y su uso se da en las familias
con menos recursos. Después de lavar bien el animal, éste se pone a ahumar lo
más rápido posible con el fin de conservar su carne sin que se dañe. Desmechado,
el toyo, cocido con unos aliños maravillosos, arroz y plátano sancochado, quita
el hambre y alimenta. Porque es eso, la riqueza que van perdiendo las
comunidades, es dejar de comer lo que la tierra les brinda.
Se ven y se escuchan en Quibdó señoras
con una dignidad obligada que mantienen su cabeza rígida mientras caminan
lentas, con seguridad. En su cuello, un musculo tenso informa del peso que
cargan en bateas o bongos llenos de pescado o guayaba agria, llenos de
esperanza de conseguir vender lo que tanto pesa. En la ciudad la cocina
tradicional no muere, es como una resistencia silenciosa que a pesar de lo
nuevo, permite tanto al forastero como al de casa disfrutar de los sabores
contundentes que tiene la cocina de esta tierra. En la que el comer se
evidencia como un signo de importancia, tal vez porque muchos carecen de una
alimentación digna.
|
Vendedora de guayaba agria
Foto: Sebastián Pérez Morales |
La importancia de las cocinas
tradicionales y su preservación se encuentra en la posibilidad de comprender la historia de las comunidades de
un modo diferente, una visión ligada a la subsistencia y la forma en que al
habitante de cada territorio le toca adaptarse al lugar que vive, al paisaje y
las privaciones a las que puede verse sometido. En el Caso del Chocó, una de
las regiones con mayor biodiversidad del mundo, se debe pensar en la variedad
de alimentos, pero al mismo tiempo en la escases que ahora se encuentra de los
mismos, porque es lamentable que usos, costumbres y quehaceres que podrían
permanecer como signo identitario de valor social y al mismo tiempo económico,
puesto que brindaría la posibilidad mantener las formas tradicionales de
subsistencia en cada uno de los territorios, se vean hoy en dificultades dada
la influencia nefasta de culturas foráneas, de la violencia asociada al
narcotráfico, de una explotación que ha continuado a pesar de las luchas
comunitarias de todos los pueblos que habitan el Chocó… el Pacífico.
El tema de la cocina tradicional, no
es un negocio agregado al turismo como muchos piensan cuando se toman las fotos
y guardan en su chequera millones que beneficiarían tanto a las comunidades que
son las que permiten conservar tradiciones y secretos ancestrales. El tema de la tradición alimentaria cala profundamente en el orden
de desarrollo social, cultural y político de las poblaciones. Por ejemplo el
Bocachico, del que no se habla porque corre peligro de perderse, un pez que
tradicionalmente se asocia al consumo de los lugareños, ha venido
desapareciendo por los problemas ambientales que genera la minería, vertedor de
desecho dañinos para los ecosistemas acuíferos.
La ciudad fundada en la margen del
río Atrato, es hasta ahora esa gran desconocida para Colombia, esa que genera
intrigas y deseos de poseer. La riqueza aquí no es un mito, pero si una mentira
bien contada, como deben de serlo las que necesariamente deben hacerse creer.
Una ciudad que inició como uno de los centros industriales del país, que vivió
con tantos extranjeros cómo la Medellín y Antioquia de finales del XIX, un
territorio que comienza a ser reclamado por sus habitantes descendientes de
aquellos que se escaparon de los españoles y que se fueron para el los bosques
del Pacífico porque los blancos no eran capaz con ese clima.
|
Catedral de San Francisco de Asís y malecón de Quibdó, río Atrato.
Foto: Sebastián Pérez Morales |
Finalmente, a pesar de ser uno de
los territorios más visibilizados en temas culinarios, no se han agotado todos
los sabores de la tierra y las historias que ellos cuentan. Aún a Colombia le
falta conocer y aprender qué es el Chocó, el Pacífico, y cuál es su riqueza
verdadera. Publicaba Efe Gómez para 1908 Un Zarathustra Maicero en la revista
Alfa, hablando del sabor de estas tierras:
La cena estaba a punto. Y nos fuimos
acomodando en bancos bajos, alrededor del fogón, en el cual Nieves, la guapa
remadora, oficiaba soberana. Y debía de ser un prodigio culinario, según la
fragancia que exhalaba todo aquello. Cierto que la cosa se prestaba, pues la
pesca de esa tarde había sido espléndida. Pesca para todos los gusto: pemaes verdes
y oro, obscuros nayos, gúngubas cobrizas… todos los peces desprovistos de
espinas que en las aguas de la región se crían destinados a nosotros, gentes de
las montañas, “Camina por tierra”, mindalaes, como se llaman con desprecio; y
sábalos y doradas y picudas para ellos, para gentes de la tierra, cuya delicia
consiste en comer paños de agujas, que no otra cosa es la carne de esos peces,
según se tejen en ella las espinas. (Gómez, 1973)
Bibliografía
Gómez, E. (1973). El paisano
Álvarez Gaviria. En E. Gómez, Retorno (pág. 80). Medellín: Bedout S.A.