viernes, 2 de enero de 2015

OSCAR DOMINGUEZ nos deleita con una de sus crónicas refiriéndose a la comida cubana. Columna incluida


  

Jesús, salud.

Buena esa por tu texto. Ya te había leído en la VIP-erpina columna de Julio Betancur. No sé si en su momento de compartí esta nota que remato con la descripción de los mejores platos de la comida cubana. Los podrías adoptar en tu restaurante. Si te llenas de plata, me llevas con el modesto 20% de las ganancias. La crónica fue hecha con asesoría de dos cubanos que sí saben dónde ponen las garzas de la gastronomía de Cubita. Yo me equivoco poniéndole sal al huevo o calentando agua para mi tinto mañanero de celador. No en vano soy parte de la generación que les hacía decir a las abuelas: los hombres en la cocina huelen a rila de gallina. Felicidades y que en este año sigas deleitando paladares con tu gastronomía. Odg.
 

 
Démosle una oportunidad a
 
la paz a través de la cocina
 
Odg
 

 
Como un aporte a la esquiva paz, “soy capaz” de sugerir escenarios relajados en La Habana para que avance el proceso, y no le vuelvan a chuzar la correspondencia al jefe negociador, el exnadaista Humberto de la Calle, quien debe escuchar todos los días para inspirarse, la canción de Lennon que le da título a estas líneas.
 
No ayuda a la reconciliación sentarse siempre “en el mismo lugar y con la misma gente”. Si los negociadores se ven en una calle habanera, el primero que ve al otro cambia de acera para no comprometer su independencia, ni enfurecer al presidente Santos en la inauguración en que esté, o al jefe Timochenko en el rastrojo en que se encuentre escondido.
 
Solemne bobada. Si compartieran más los lugares mágicos que tiene la capital cubana, se podría generar mayor confianza. Esa que generó hace unos meses el trinador Uribe Vélez al compartir su dosis personal de maní con su paisano el ministro de Salud, Alejandro Gaviria Uribe.
 
Con un grupo de colegas y amigos cubanos y colombianos hemos ubicado una serie de lugares habaneros que podrían servir de sede alterna a los diálogos. Soy un mero amanuense de este mapa gastronómico.
 
Desde mediados del siglo pasado, funciona en El Vedado, en la calle 19 esquina a L, un cabaret con un aviso publicitario un poco obvio: "La red, donde el amor queda aprisionado".
 
Con una penumbra discreta, era el sitio preferido -continúa siéndolo- para los romances recién iniciados, o clandestinos, con el fondo musical propicio. El son nunca se fue de Cuba.
 
Un poco más allá, en 21 y O, el restaurante-bar Monseñor, donde todavía anida el espíritu de Bola de Nieve y su piano celestial, y esa voz única que le hizo decir a Edith Piaf, el gorrión de Paris, durante una visita a La Habana, que después de oír cantar a Bola “La vida en rosa”, iba a sentir vergüenza de cantarla.
 
Bola solía referirse así a su voz ronca,  de poderosa sugestión, a veces casi un murmullo: “Tengo la voz de un vendedor de mangos”. Su fuerte era la interpretación.
 

 
Entonces eran solo él y su voz, en un concierto íntimo. “Vete de mi”, su canción talismán, se convirtió en un emblema. Cada vez la cantaba como si fuera la primera y la última, como un hilo tendido en un espacio sin fronteras.
 
El rincón preferido, sin embargo, es el malecón habanero, con sus penumbras y sus zonas de densas oscuridades, propicias a todos los extravíos, y la cercanía de un parque cómplice en las cercanías del puerto por si la pasión se desborda demasiado.
 
Están también los bares del puerto y un poco más allá la Habana Vieja, con su atmósfera incitadora para las conquistas más sofisticadas, leer poemas o deslumbrar con el vuelo de la imaginación y las ideas.
 
Al fondo del Gran Teatro de La Habana –el reino de la danza clásica, la ópera y la zarzuela-  en pleno Paseo del Prado, el cabaret Nacional que, además de la penumbra correspondiente, ofrece música de la buena.
 
Más allá, el bar del restorán Floridita, con un Hemingway de bronce acodado en la barra, meditabundo y silencioso, un daiquirí al alcance de la mano. Penumbra discreta. En la vieja Habana hay también un hotel para los visitantes de ascendencia judía, pero de acceso libre para cualquier turista nacional o extranjero, con una azotea encristalada y La Habana espejeante alrededor.
 
Es ideal para un mojito refrescante, un encuentro sentimental sin desbordes, un suave galanteo, una conversación placentera y fructífera, con una brisa que no se sabe de donde viene, pero que permanece ahí, como una bocanada de frescura, aunque afuera la ciudad esté envuelta en ráfagas de un calor hirviente, cercano a los 40 grados.
 
El cabaret El submarino amarillo, en 17 entre 4 y 6 en El Vedado, sitio de culto de los beatlemaníacos, con las canciones de oro del cuarteto y, apenas a 72 pasos, el parque donde un Lennon en bronce, mira pasar la vida, siempre en compañía de alguien que le confiesa alguna pena de amor inconsolable y hasta le pide consejo, o simplemente filosofa con él sobre el ritmo en que camina el mundo, o las sinrazones de la vida.
 
A eso habría que añadir las "discotembas", dispersas por toda La Habana, donde acuden los de mediana edad en busca de pareja o simplemente deseosos de sumergirse en el vaivén trepidante de la música,  que arrastra hasta al intelectual más erudito. El baile, inseparable de la cubanía, en mestizaje profundo con las raíces africanas de su idiosincrasia y cultura.
 
La propia Alicia Alonso, una de las fundadoras por excelencia de la escuela cubana de ballet, famosa en el mundo entero, afirma alguna vez que los cubanos tienen una forma de andar marcada por el ritmo de la danza. “Tumbao” diríamos en Locombia. Y el crítico británico Arnold Haskell (1903-1980), considerado el decano mundial de la crítica de danza en su época,  cuando descubrió en 1967 a las bailarinas cubanas Josefina Méndez, Mirta Plá, Aurora Bosch y Loipa Araújo, a quienes definió como las cuatro joyas, aseguraba que en los adagios las cubanas, al danzar, parecía que acariciaban la música.
 
Al final, casi en las afueras, los cabarets de culto en los años 40 y principios de los 50 del siglo pasado, donde la Lupe derramaba sus canciones pasionales, irreverentes o el Chori hacía restallar los tambores con un ritmo venido del fondo de la tierra y, al mismo tiempo, de las esferas celestiales.
 

    Un sitio que no puede faltar: El rincón del bolero. Su santuario está instalado al principio mismo de la barriada habanera de Miramar y se llama Dos gardenias, de Isolina Carrillo,  uno de los boleros cubanos por excelencia, al amparo del cual ha fructificado una verdadera constelación de amores, algunos de ellos imperecederos,  bendecidos incluso por la leyenda, y también florecido algunos despechos, algún romance roto para siempre, con un bolero de fondo –cada quien con el suyo- para recordar tiempos idos, irremediablemente.
 
  Por allí desfilan no sólo las parejas sino también los músicos nacionales y/o venidos de todas partes del mundo, cultores de los más diversos géneros, del jazz al flamenco, de la rumba a la música electrónica. Diego, el Cigala, afirma que el flamenco tiene unas raíces indisolubles, entrañables, con el bolero.
   Es un lugar sin protocolos, desenfadado, desalmidonado, como dicen los habaneros. Cualquier músico puede dejar de ser espectador para buscarse un rinconcito cerca del piano y cantar desde allí el bolero que su inspiración, sus nostalgias o recuerdos le dicten.
   Es un sitio de culto, de raigambre popular legítima, que abre sus puertas entre las dos luces del atardecer y puede prolongarse casi hasta adentrarse la mañana. El bolero es género rey en Cuba. No en balde surgió desde lo más profundo de las montañas orientales, en Santiago de Cuba, donde en 1898  compuso el primero, Tristezas, Pepe Sánchez. Después emigró a Veracruz; por ello  los mexicanos, inútilmente, han pretendido reivindicar su autoría. Nada más falso.
 

 
LA COMIDA CUBANA
 
Vamos al grano con algunos platos cubanísimos:
 

Moros y cristianos: Arroz con frijoles negros, se diferencia del congrí, que es con frijoles colorados o bayos, y aun con el frijol carita, pequeño, de un color cremoso, café pálido, con un diminuto corazón negro, en el centro. La sazón varía, depende de la imaginación o el deseo de aventura de quien lo cocine.

Frijoles negros dormidos: Es el plato por excelencia de La bodeguita del medio, por donde han pasado todos los famosos que en el mundo han sido, en las letras, la política, la historia o las artes. Los frijoles se cuecen, si es posible con un hueso pelado de carne de puerco, se sazonan con  ajo cebolla, laurel, y se dejan “dormir” en la cazuela hasta el día siguiente para que adquieran un espesor casi aterciopelado. Se ponen de nuevo en la estufa y se les agrega un ingrediente mágico. Hay quienes dicen que una cucharada de azúcar y un “tincito “ de vinagre. Quién sabe. No hay cocinera que se precie de serlo, capaz de confesarlo.

Yuca con mojo: una ambrosía para el paladar. La yuca tiene que alcanzar un punto exacto de cocción, que excluye la dureza excesiva, tiene que abrirse en una florescencia sedosa. Luego viene el aliño. Hay quienes lo hacen con una mezcla de limón o naranja agria, cebolla y ajo triturados y desleídos. Crea adicción. Así lo han reconocido algunos personajes famosos de la intelectualidad y la política colombianas.

Ropavieja: Carne hervida previamente en la sopa de plátanos, pero por poco tiempo, para que no suelte del todo su sustancia. Luego se deshilacha con los dedos en largas hebras de grosor variable, se ripia como se dice en el oriente cubano (de ahí el sobrenombre de ropavieja) y se sazona a gusto. En el oriente del país se le agrega un ají verde también partido en largas tirillas, tierno, jugoso, no picante, que avanza por franjas hasta quedarse en la memoria del paladar.

Sopa de plátanos. Su mayor gracia son las bolas redondas del plátano verde o con un toque pintón (es decir, cuando empiezan asomarse los primeros índices de una maduración cercana). Se aplastan los plátanos con un tenedor (antes se hacía con el fondo de una botella), luego se amasan hasta redondear las bolas, se les añade ajo triturado y chicharrones de cerdo fragmentados en pedacitos,  y se vuelven a sumergir en el caldo oloroso para espesarlo. Tienen el sabor y la fragancia del trópico cubano. Pura delicia.

Peononos: Son unas bolitas medianas de plátano  pintón, rellenas con picadillo de carne a la habanera. Luego se sumergen en una capa ligera de harina blanca y se fríen en aceite caliente para extraerlas casi en seguida, de manera que el dorado de su superficie externa no se dañe.

Masas de puerco asadas: Se sacan del horno cuando están semidoradas, en lonjas largas de grosor mediano, previamente aliñadas, derramando en torno su aroma, a veces cubiertas con finas rodajas de cebolla, previamente sumergidas en agua, para liberarlas de un exceso de acidez. Después esas rodajas se sofríen ligeramente para broncearlas con un dorado muy tenue y una apariencia sedosa, transparente a trasluz.
 
En Bogotá hay un sitio especial para degustar estas delicias, Moros y cristianos, de estirpe puramente cubana, regentado por la chef Ania Martí Moya, que conserva íntegros los sabores y olores de su tierra, con el daiquirí y el mojito como aperitivos placenteros.
 

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