martes, 23 de septiembre de 2014

El sueño de una cocina propia. Por Juan Form

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La cocina no es el rasgo más representativo de la identidad soviética. Sin embargo, desde su publicación en 1861, el impacto que ha tenido el recetario de Elena Molokhovets ha arrojado luz sobre una faceta interesante y poco explorada de la cultura rusa.
Kruschev y Nixon durante el "Kitchen debate" • © The New York Times Archive

Antes de la crisis de los misiles, antes de la construcción del Muro de Berlín, hubo entre los dos grandes rivales de la guerra fría un verano de “concordia diplomática” en 1959 (léase un flirteo que no disimulaba para nada el histérico afán competitivo), durante el cual cada país envió al otro una exposición itinerante de sus logros. La de los rusos en Nueva York eran puros Sputniks, rompehielos nucleares y proezas siderúrgicas e hidráulicas. La de los yanquis en Moscú era un canto al american way of life, es decir, un shopping: autos, electrodomésticos, perfumes, ropa, zapatos, música ambiental. El vicepresidente Nixon fue a inaugurarla en visita histórica. Cuando hacían la recorrida con Kruschev se frenaron en el centro del pabellón, donde había un hogar modelo yanqui, en cuya cocina resplandeciente de comodidades y adelantos técnicos (¡heladera de dos puertas!, ¡horno con grill!, ¡tostador eléctrico!, ¡lavarropas!) Nixon dijo al premier ruso que la superioridad de los países no se jugaba solo en la carrera espacial sino en la vida doméstica cotidiana. Kruschev contestó: “¿Qué superioridad puede tener un país que se desvela así por sus cocinas?”.
La vieja Rusia se desvelaba por la cocina. En 1861, el mismo año en que el zar aceptó a regañadientes la liberación de los siervos luego de trescientos años de servidumbre, un ama de casa moscovita llamada Elena Molokhovets publicó un libro de cocina titulado Una ofrenda para las jóvenes esposas de hoy, con 1.500 recetas y consejos para llevar el hogar. Eran los tiempos en que el poeta Nekrasov escribía: “Hay un zar en el mundo, y es implacable, y su nombre es Hambre”. Y Aleksandra Kollontái reclamaba: “Las mujeres rusas queremos acceso a la universidad, no a la cocina”. Sin embargo, el libro de Molokhovets alcanzó tal nivel de popularidad que, entre 1861 y 1917, vendió más de 300.000 ejemplares, ampliándose en cada edición hasta alcanzar las 5.000 recetas.
Entonces vino la Revolución de Octubre y la abolición de la cocina. En la sociedad socialista, la mujer tendría los mismos derechos que el hombre y el yugo de las tareas domésticas sería absorbido por instituciones colectivas socialistas. Los planificadores soviéticos suprimieron las cocinas en los monumentales edificios que proyectaban porque habría enormes cantinas comunitarias (stolovayas) en cada esquina, donde los ciudadanos harían todas sus comidas. En la nueva Rusia, cocinar dejó de ser una de las artes aplicadas para convertirse en una ciencia teórica: Stalin decía que la comida era simplemente combustible para los trabajadores. La gran industrialización de la urss incluyó la industrialización de la comida: todos comían lo mismo (es decir, el único producto que hubiera llegado esa semana a las tiendas comunitarias).
Los ciudadanos soviéticos, en perpetua espera de que se hicieran realidad los anuncios de los planificadores urbanísticos (siempre postergados por asuntos más perentorios, como la guerra civil, la hambruna, la muerte de Lenin, el desvío de los ríos y el incremento de la población carcelaria para usar como mano de obra de tal tarea), se apiñaban en departamentos comunitarios: ocho o diez familias donde antes vivía una sola, nueve metros cuadrados por familia, hasta cien personas compartiendo una misma cocina, que hervía de movimiento todo el día porque en las cantinas socialistas se comía como el culo y además estaban llenas de soplones. De manera que las mujeres soviéticas siguieron cocinando para sus maridos, solo que ahora compartiendo a los codazos el espacio común y la escasez de medios, y aprendiendo a evitar a los soplones también allí. Tener cocina propia, descubrieron, era más que tener propiedad privada: era tener vida privada.
Con la muerte de Stalin, y la obsesión de Kruschev por superar a Estados Unidos como potencia, comenzó a hacerse realidad el largamente postergado plan masivo de construcción de viviendas. Las “kruschevkas”, como fueron bautizadas popularmente, eran palomares de ambientes pequeños y paredes endebles que permitían oír todo lo que hacía el vecino, pero había uno para cada familia, con baño y cocina propios. Por pequeñas que fueran esas cocinas, se convirtieron en el lugar por excelencia donde hablar de lo que no se podía hablar en ninguna otra parte. Las cocinas de la disidencia reemplazaron las charlas de bar o de club o de ateneo. Bastaba una botella de vodka, que se guardaba siempre en el alféizar de la ventana (nadie tenía heladera aún). Para evitar los micrófonos de la kgb se tapaban los teléfonos con almohadas y se dejaba correr el agua de la canilla. Allí se leían e intercambiaban los samizdat (todo texto prohibido que se copiaba a máquina y circulaba de mano en mano). Como no era fácil conseguir una máquina de escribir (la kgb tenía un registro de quién poseía una), los samizdat venían a veces escritos a mano.
Así se leyeron durante décadas los poemas de Mandelstam y Ajmátova, el Doctor Zhivago, de Pasternak, y el Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn. Así se leyeron también las viejas recetas de la Molokhovets. Cuando Yevgeni Zamyatin dejó la URSS, por culpa de su famosa novela anticipatoria Nosotros, escribió a sus amigos: “Los dos autores rusos más populares entre la emigración son Molokhovets en primer lugar y Pushkin en segundo”. La Molokhovets había adquirido una sonoridad metafísica para los emigrados: navegaban sus páginas con ojos vidriados por la ostranenie y atesoraban con devoción religiosa su viejo ejemplar. Los ejemplares que quedaron en la urss, en cambio, fueron todos a parar al fuego de alguna estufa durante algún invierno, pero se ve que quienes los quemaban guardaban algunas páginas sueltas, porque a lo largo de los años se volvió un clásico de las cocinas soviéticas de trasnoche que alguien sacara del bolsillo un bollito arrugado y grasiento y procediera a leer con voz de matrioshka: “Bátanse las claras de noventa huevos durante dos horas...”, para generar entre sus cofrades la misma mezcla de hilaridad y escalofrío que un chiste sobre Stalin.
La sobrevida del libro de la Molokhovets se ha prolongado hasta la actual dinastía Putin: los nuevos millonarios moscovitas pagan fortunas por un viejo ejemplar y sus cocineros las pasan negras tratando de llevar a la mesa esas pantagruélicas, delirantes, irrealizables recetas de antaño. De Elena Molokhovets solo se sabe que vivió hasta los 87 años, que vio morir a su marido y a sus diez hijos y que expiró en Petersburgo en diciembre de 1918. Se ignora qué fue de ella entre la revolución y la fecha de su muerte. “Probablemente murió de hambre”, dice Tatiana Tolstaya, “1918 no era un buen año para vivir, aunque no fuese un buen año para morir tampoco”. Ah, me olvidaba: el mayor éxito de aquella exposición yanqui en Moscú, en 1959, no fueron los electrodomésticos sino la Pepsi-Cola que servían gratis a todos los visitantes, en vasitos de papel. A causa de ese éxito, Pepsi fue, diez años después, la primera empresa americana en poner el pie en la URSS. A cambio, el gobierno soviético le otorgó los derechos mundiales de exportación del vodka Stolichnaya (que, como se sabe, es el vodka que menos les gusta a los rusos). 

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