Sorpresas que los Roca 'cocinan' para Colombia
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Creadores del segundo mejor restaurante del mundo dan toques finales a menús que vienen a proponer.
Por: NATALIA DÍAZ BROCHET
Choi Yunju no ha probado ninguna de las distintas arepas que se hacen en Colombia, pero está empeñada en hacer unas: las redondas, pequeñas y blancas que se comen sobre todo en Antioquia. Si lo logra, serán unas arepas muy particulares: su materia prima tal vez sea la yuca y no el maíz. O al probarlas puede pasar algo extraño: que su sabor sea el de las vieiras.
“La idea es que, cuando la gente la vea, crea que se va a comer una arepa, pero resulta que no lo es”, dice esta coreana, quien hace tres años terminó sus estudios en la Escuela de Hotelería de San Sebastián (España), el mismo tiempo que lleva trabajando en la cocina del célebre restaurante El Celler de Can Roca, en Gerona.
Ella también está intentando hacer un puré de arroz con coco. O envoltorios vegetales parecidos a los que tanto se usan en Colombia, pero no con hojas de plátano, sino con algas.
Esos son los ‘juegos’ que se hacen en el Rocalab, el laboratorio de cocina del catalogado como uno de los tres mejores restaurantes del mundo, según la revista inglesa The Restaurant.
Por estos días, el laboratorio es la ‘oficina’ de Jordi, el menor de los tres hermanos Roca, creadores de este lugar, y Yunju es una de sus ayudantes.
Él, cuya especialidad es la pastelería, está a cargo de seguirles la pista a las ideas que el trío Roca y su equipo de trabajo han lanzado para elaborar los menús que ofrecerán en su gira, promovida por el banco BBVA, por América Latina y Estados Unidos, luego del viaje de exploración que Josep, el del medio, hizo por este lado del mundo para descubrir productos, sabores, aromas y tradiciones gastronómicas.
Sabor local
En agosto y septiembre de este año, el afamado restaurante, que cuenta con tres estrellas Michelin, cerrará sus puertas para llevar la experiencia de su cocina y su servicio a Houston, Dallas, Monterrey, Ciudad de México, Bogotá y Lima.
La gran diferencia de lo que pasa en la casona de piedra del año 1911, ubicada en el número 48 de la calle Can Sunyer, en Gerona, con lo que se vivirá en cada ciudad es que el menú estará hecho con ingredientes locales de cada país.
Esto no implica comer platos típicos hechos por españoles. “Jugamos a desarrollar platos conocidos, pero con nuestra óptica. Hablamos de interpretar, de ser creativos, a partir de la tradición de cada lugar, siempre con mucho respeto”, dice Joan, el mayor, el ‘jefe’.
Y continúa: “El otro día trabajábamos en el corazón del ají, del chile mexicano, sustituyendo sus pepas blancas por quinua aliñada con otro tipo de pimentones para hacer un juego. Esto de hacer un producto con otro, que estética o visualmente sea algo que conoces, pero que cuando lo pruebas, te confunda al principio, pero luego te des cuenta del sentido del juego. Eso es lo que queremos, la complicidad del comensal”.
Joan habla mientras muestra orgulloso la cocina de 200 metros cuadrados que tiene el restaurante. Esta comienza con su ‘oficina’, un pequeño mostrador con libros en la pared de atrás y una pizarra negra en la de enfrente, donde anota pendientes e ideas de recetas.
“Queremos hacer algo que parezca un anticucho, que sepa a anticucho, pero con otro producto que no sea el corazón de la res”, agrega Jordi, al hablar sobre este plato peruano, otro en el que trabajan en el laboratorio.
Este es un pequeño cuarto, al fondo de la cocina, con las paredes forradas de tableros acrílicos, donde hay ideas escritas con marcadores rojo y azul: pulpo con tacu tacu y ceviche de langosta, en el espacio reservado a Perú; helado de chile y olivas, en territorio mexicano, y en el de Colombia se destacan el arroz con coco y el sancocho de vieiras. No son fórmulas mágicas, ni químicas; solo frases para guiar el trabajo en este laboratorio, que cuenta con un horno, una nevera, un lavaplatos, una secadora y un libro de cocina colombiana, de Villegas Editores.
“Hemos probado mucho con el plátano macho, con el patacón, para hacerlo de otra forma: planchado o triturado; estamos viendo posibilidades. No podemos hacer lo tradicional mejor que ustedes; entonces, estudiamos qué comen, usamos nuestras técnicas y mezclamos cosas respetando la cultura”, comenta Jordi, quien está encantado con frutas colombianas como el lulo, el tomate de árbol y el copoazú.
Explosión de sabores
Cuando habla de usar “nuestras técnicas”, Jordi se refiere a jugar con la liofilizadora, con la extractora de aromas, con la cocina al vacío; a cocer alimentos durante horas, a temperaturas impensables, mezclando ingredientes inimaginables, que les han permitido crear a los Roca esos menús con los que se han hecho famosos.
Con esos juegos buscan innovar respetando la tradición. Recurren a los sabores atávicos de distintas culturas, sobre todo la catalana, y a la tecnología, para condensarlos en un bocado, en un punto de color, en un volátil aroma, que, sin embargo, concentra tal cantidad de sabor que llena la boca y otros sentidos y, finalmente, conecta con la memoria del comensal, ya sea para quedarse ahí grabado o para recordarle un momento de la infancia, de la cocina de la abuela, de su lejano país.
Así es, por ejemplo, su menú ‘Festival’, el ‘estelar’ de su restaurante, el que atrae a españoles, ingleses, franceses, finlandeses, chinos, coreanos, australianos..., quienes esperan hasta un año para ser uno de los 100 comensales que a diario recibe El Celler de Can Roca a la hora del almuerzo y de la comida, y por el que pagan 160 euros.
Son cerca de 15 platos de sal, más tres de dulce, que se suceden uno tras otro, como los vinos que los acompañan, en una sinfonía de colores y sabores.
El ‘Mundo’, por ejemplo, está compuesto por cinco bocados y cada uno representa a un país: un burrito de mole poblano y guacamole de México; verduras encurtidas con crema de ciruelas, de China, y una tartaleta de hoja de parra con puré de lentejas, berenjenas y especias con shots de yogur de cabra y pepino, de Turquía. A Corea le corresponde un pan frito con panco y tocineta con salsa de soya, kimchi y aceite de sésamo, y a Marruecos, una almendra con rosa, miel, azafrán y yogur de cabra. ¿Dónde caben tantos ingredientes en un snack? Esa es la magia de El Celler de Can Roca.
Un rectángulo negro, como de pizarra, sirve de plato para la contessa. Al anunciarla, los españoles, más exactamente los catalanes, sonríen: es un recuerdo de infancia, un rico helado que todos han comido. Pero, sorpresa: aunque su textura y color son los mismos, este es de espárragos blancos y trufa, un sabor totalmente diferente al que recordaban.
Algo similar pasa con el plato de mar y montaña: lo que llega a la mesa parece un filete de sardina, pero, al probarlo, predomina el sabor de la salsa de cochinillo y de las brasas con la que se hizo el caldo de las espinas.
La sencillez del lujo
Todo esto se disfruta en un ambiente agradable, tranquilo, acogedor, donde todo está controlado sin ser acartonado. Nadie corre, no se oye el ruido de platos ni de cubiertos, ni se ven meseros corriendo. Tampoco hay música. “No es fácil poner algo que les guste a los diferentes tipos de personas que vienen y que pasan tres y cuatro horas acá. Por lo mismo, no tenemos cuadros, no puedes imponer un gusto a los demás”, explica Josep, el del medio, el jefe de sala y sommelier.
El comedor es un espacio sobrio en forma de triángulo, que representa el trabajo en equipo de los tres hermanos Roca. Más que paredes, tiene ventanales, un piso de madera y mesas redondas cubiertas con manteles blancos sin una marca de dobleces gracias a una plancha de vapor que va de una en una borrándolas. Sobre ellas, siempre tres piedras: una por cada hermano, para seguir resaltado a esta trilogía ganadora.
“Todos son pequeños detalles que suman para lograr una atmósfera de calidad. Cuando hicimos esta sede, nos tocó reinterpretar el concepto de lujo y excelencia. Esto no se parece en nada a nuestro primer restaurante, al lado del comedor de mis padres. Lo decoramos nosotros mismos y era feísimo, con unos afiches y unas lámparas rosadas que compramos nosotros mismos”, cuenta Josep con un sonrisa pícara, que trata de controlar a una sonrisa llena de orgullo por lo alcanzado.
Para este espacio, que abrieron en el 2007, contaron con la asesoría de una profesional: la interiorista de Barcelona Sandra Tarruella.
Este lugar tampoco se parece en nada al bar restaurante de sus padres, donde está el comienzo de todo este gran éxito. Allí, entre fogones y mesas del comedor, donde aún se atiende a trabajadores de un barrio obrero, crecieron los tres hermanos.
Por eso insisten en que, aunque hagan comida de vanguardia, siempre hay algo de tradición, esa con la que se alimentaron de niños.
La cava, la ‘oficina’ de Josep
Si el laboratorio es el espacio ideal para Jordi, y la cocina para Joan, la bodega de vinos es la ‘oficina’ de Josep. “Intenté que fuera fea”, dice para dar a entender que el protagonismo lo tiene cada una de las 46.000 botellas de 3.360 referencias distintas que alberga. Es oscura, de estanterías metálicas y cajas de madera y cartón regadas por ahí. Sin embargo, Josep ha organizado módulos, para contar, con su carácter histriónico y poético, lo que allí guarda: cavas y champañas, vinos blancos, tintos, españoles... “Todos tenemos un vino que nos espera”, dice.
NATALIA DÍAZ BROCHET
Editora EL TIEMPO
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