http://elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1782
Libros de cocina
Dossier: Feria mexicana
Las recetas de los libros de cocina son una evidencia más de la imaginación que caracteriza al hombre. Los sabores nos ponen a pensar, nos invitan a mezclar y a inventar la creación perfecta.
Las abuelas tenían recetarios, y con ese nombre tan al grano se puede pensar que eran libros sencillos que servían para resolver con éxito el menú del día.
Puestos al lado de los resplandecientes libros de cocina actuales, que nos llegan atiborrados de fotografías a todo color, y a un precio cada uno que antes alcanzaba para adquirir las obras completas de A. J. Cronin, ciertamente resultan austeros: un título (Las mejores recetas de las señoritas Pereyra), un índice (“Frijoles caldudos de doña Chon”, “Frijoles Escoffier”) y un manejo muy libre de la técnica (“poner suficiente frijol a cocer en bastante agua hasta que esté listo”). Nada de fotos, nada de ensayos de etnobiología sobre la cultura del frijol: son, en apariencia, tratados prácticos.
Pero la verdad es que ningún libro que hable de comida es práctico. Práctico es comer pan y cebolla tres veces al día, que con eso se sobrevive sin problemas de peso y con la digestión intacta. Hablar de comida, en cambio, y escribir de ella, así sea para loar las duras virtudes de la vida macrobiótica, es entrar de cabeza y sin remedio al más desbordado ámbito de la fantasía: si como arroz integral con algas marinas hasta que llore de aburrimiento y de tristeza, liberaré mi cuerpo de pecado como los sabios orientales y no moriré jamás.
Pero la verdad es que ningún libro que hable de comida es práctico. Práctico es comer pan y cebolla tres veces al día, que con eso se sobrevive sin problemas de peso y con la digestión intacta. Hablar de comida, en cambio, y escribir de ella, así sea para loar las duras virtudes de la vida macrobiótica, es entrar de cabeza y sin remedio al más desbordado ámbito de la fantasía: si como arroz integral con algas marinas hasta que llore de aburrimiento y de tristeza, liberaré mi cuerpo de pecado como los sabios orientales y no moriré jamás.
Todo en la cocina es delirio. Tal vez el sexo inspire tantas meditaciones calenturientas como los guisados, pero no lo creo. Como prueba exhibo un recetario que se vendió mucho en tiempos de mi abuelita. Por sobre todas las cosas, se pretendía sensato, pero el título en sí, Marichu va a la cocina y recibe con distinción, ya es una novela, y eso antes de que nos adentremos en los resquicios y escondrijos del texto, donde aparecen, refulgentes como en sueño, los consejos para poner la mesa:
Para vajilla de cristal azul.
“Media Noche”. Mantel de malla drapeado crema. Centro y compoteras, con uvas de tono azuloso. Candelabros de plata con velas azules, al tono de la vajilla.
Da cierto pudor leer el índice de recetas, tan transparentes e intensas resultan las ambiciones de la autora, y tan provinciana ella: Huevos Samoa (con coco rallado y espinacas); Huevos Singapore (con polvo de curry); Huevos Hotel Plaza (con mayonesa); Huachinango a la Kraft (con eso mismo); bebidas míticas o cosmopolitas a morir, como el coctel “Adonis”, el “Aviación” y el “Radio”, y un “Egg-nog” que, nos explica Marichu entre paréntesis, en realidad es una polla.
No es el gusto —el paladar humano ni las papilas— lo que ha ido cambiando, sino apenas los ingredientes de la fantasía. El libro de Marichu abunda en guisos que no quisiera reproducir jamás; betabeles con anchoas, y sopa de sesos con alcachofas, por ejemplo. Pregunto: ¿será que alguna vez Marichu o alguna de sus lectoras le sirvieron a sus maridos la sopa de alcachofa y sesos? ¿Y que sus maridos se la comieron? ¿Y que les gustó?
De igual manera es difícil encontrar un platillo que se antoje en una recopilación de recetas inglesas de la época del Renacimiento. Este texto dice que las buenas cocineras hemos de preparar una tarta dulce de arenque (¡arenque!) revuelto con pasas, almendras y dátiles. Y son varias las recetas del siglo XIV que exaltan la máxima creación de la cocina inglesa (que en esas épocas, quién lo creyera, se consideraba altamente sofisticada): se trata de un pavo real entero, deshollado y relleno con abundantes especias, que después de rostizado se presentaba a los comensales con todo y patas y pico —y con la piel, y su plumaje intacto, surcido de nuevo al cuerpo—. No lo intentaré.
Los viejos recetarios van recopilando los sueños que entran por la boca. Hay sabores que identificamos con lo conocido, que por lo mismo solemos menospreciar y sin los cuales, sin embargo, no queremos vivir. Estos sabores evocan la fantasía más poderosa que existe, que es la del hogar.
Y hay sabores que vienen sazonados con el prestigio inmenso de lo exótico, que son los que les dan alas a los libros de cocina. Los dátiles renacentistas se usaban para aderezar hasta los arenques porque venían de los confines más recónditos del mapa, lo mismo que las alcachofas y el queso Kraft de Marichu, y también la muy agria fruta kiwi que se multiplicó en todas las recetas para tartas de frutas publicadas hace diez años. El cisne de hielo que se coloca al centro de la mesa en las fiestas de quince años es descendiente directo del pavo real con plumas, y siempre lucen más sus contornos cerca del trópico. La cocina y el hambre de mundo siempre han ido de la mano.
En realidad sospecho que Marichu no puso jamás su mesa con vajilla de cristal azul para presentarle a su marido la sopa de sesos y los huevos “moscovita”. Nunca se exhibió en mesa alguna el pavo real con todas sus plumas. Son figmentos de los autores de libros de cocina, porque la comida lleva inexorablemente a la fantasía, como ésta lleva a la narrativa, y la narrativa a la ficción.
No resisto la tentación de presentar una más de las mesas que Marichu sugiere para convidar a nuestras amigas a tomar el té:
Para vajilla de cristal color ámbar.
“Oriental”. Mantel de malla drapeado crema. En el centro crisantemas amarillas-bronceado. En los candeleros velas verde oscuro. A los lados del centro, dos faisanes bronceados, con las colas en tono verdoso.
De aquí a “El pecado de Oyuki” no es más que un paso.
¡Qué distancia enorme la que media entre un bolillo y su representación escrita! Toda la imaginación humana no alcanza a abarcar ese abismo. La palabra impresa no es retrato, no es imagen, no es glifo. Es tan abstracta que sólo cobra existencia en lo más recóndito de la mente, pero acontece que allí el signo se despliega, se abre y queda flotando como una flor marina. Y allí, en ese océano íntimo, es sólo nuestra.
Será por eso que cuando me acerco al altero cada vez más ingobernable de mis libros de cocina, resuelta a hacer entre ellos una limpia implacable, no soy capaz de deshacerme de uno solo. Éste no sirve para nada, pienso, tomando el recetario de un amigo que incluye instrucciones para calcular la sal que se le ha de echar al agua para hervir el espagueti. Pero el librito se queda. Sigue conmigo también una recopilación de recetas de las damas cuáqueras de la comunidad estadounidense de Ginebra, Suiza, que vino a dar a mis manos no sé por qué, y que incluye simplezas que detesto, como el albondigón y las colecitas de bruselas con crema. Ni siquiera soy capaz de deshacerme del libro editado por una enlatadora conocida, que nos incita a elaborar un manchamanteles con una lata de piña y otra de peras y unos cubitos de consomé.
Supongo que estos textos infelices reposarán tranquilos en el silencio de mis estantes hasta que el tiempo acabe. Son feos, estorban, son malos, y sin embargo saber que están ahí, hojearlos de vez en cuando, me ayuda a pensar, a generar ideas y a rechazarlas, a reavivar el hambre, a seducir la imaginación, a leer.
Son millones los libros de cocina que se venden cada año, a pesar de todos los pronósticos que aseguran que los postmodernos premilenarios pronto relegaremos los libros a los anaqueles del anticuario. El fenómeno tiene algo que ver con esa industria del soft porn culinario que consiste en encuadernar unas cuantas recetas inútiles junto con una colección de fotos que muestran en audaz acercamiento las intimidades de un platón de langostinos y las delicuescencias de un helado de vainilla rodeado de fresas. Pero en las librerías vuelan también los recetarios modestos que nos ofrecen cincuenta maneras de cocinar sin aceite, o todas las recetas del pan. Y sucede que son muchos los libros de comida que contienen puro texto, como las memorias de cocina de Ruth Reichl —la crítica de cocina delNew York Times—, o las de Diana Kennedy, de reciente aparición en español, que también se venden, justamente, como pan.
No sólo del pan vivimos los seres humanos sino muy principalmente de la esperanza, y de nuestra esperanza viven los libros de cocina: que la mayoría no sirvan para cocinar, que le dediquemos cada vez menos tiempo a la cocina, o que sobren recetas y falte vida es lo de menos. Hasta el recetario más hojeado y deshojado que poseo tiene apenas unas cuantas recetas que ya probé, y muchísimas más que sé que voy a prepar un día más próspero, más calmado o más feliz. Ésas son las que más me importan.
Del libro The Union Square Cafe Cookbook, por ejemplo, saqué una vez la polenta cremosa batida con queso mascarpone y adornada con nueces doradas en mantequilla, que es uno de los platillos cumbres del restaurante neoyorquino del mismo nombre. Sueño con probar sus variaciones sobre el puré de papa (con albahaca, con poro frito, con hinojo), y el estofado de cola de res al vino tinto.
De uno de los mejores libros para recetas de pan, How to Bake, de Nick Malgieri, preparé una vez una tarta salada de pollo con verduras que quiero volver a cenar una y mil veces. Algún día prepararé, del capítulo de las tartas dulces, el pie de flan de plátano coronado con crema chantilly a la canela. Entre todos, el libro más adornado con dedazos de maicena y manchas Rorscharch de mantequilla es The Cake Bible, de Rose Levy Beranbaum. Hago sus cheesecakes de chocolate, al limón y con cerezas, y sus pasteles de almendra, de calabacita, de chocolate y de naranja, una y otra vez. Sé que algún día alcanzaré la gloria de su genoise con betún de mantequilla y albaricoque encerrado en una jaula de almíbar.
Ni desprecio tampoco los recetarios sencillos que salen de vez en cuando de alguna dependencia oficial: estoy pensando en el folleto 100 recetas de pescado 100, que editó hace años la Secretaría de Pesca, con información muy útil y hasta con prólogo de la China Mendoza. Allí encontré una receta para chiles rellenos de pescado digno de la mejor fonda de las de antes. El chef Ricardo Muñoz Zurita es el autor de un libro editado por la UNAM que merece muchos lectores más: Los chiles rellenos en México. Sueño con alcanzar el nivel de técnica y paciencia que un día me permita combinar una de sus pasiones con una de las mías, para ensayar la receta de chiles rellenos de tamal de mole. Y ya que aterrizamos en el tema, cuando termine un aprendizaje esporádico que estoy haciendo del arte tamalero lo conmemoraré con la receta para flores de calabaza rellenas de nixtamal y camarón —tamales volteados al revés— que aparece en La cocina del maíz, un libro bellísimo que, además, se presta para cocinar muy bien.
¿Ven cómo este simple enumerado hecho con los únicos ingredientes de tinta y papel, este burdo encadenamiento de apenas unas cuantas palabras, que ni huele ni sabe a comida, ni se puede morder, ni tiene más arte en su elaboración que el índice de un recetario cualquiera, ya logró que dejaran de pensar en las elecciones, la guerra en Irak, la relación entre la calvicie y el estrés? Maravillas de la palabra impresa, magia eterna de los libros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario